Reconectando en la Vida Real

En un mundo donde todo parece suceder en línea, desde los saludos de cumpleaños hasta los debates políticos, hay algo profundamente reconfortante en volver a lo básico: el cara a cara, la charla sin filtros, la risa sin emojis.

No me malinterpretes. Me encanta compartir conversaciones por WhatsApp y ver Tik Toks, y sí, también paso más tiempo del que me gustaría admitir en Instagram. Pero hace un par de meses, algo cambió, una amiga me invitó a un club de lectura presencial; y ahí, entre tazas de té, libros subrayados y risas compartidas, sentí algo que hacía tiempo no experimentaba: pertenencia real.

Las comunidades offline están floreciendo, casi como una pequeña resistencia silenciosa al scroll infinito. Y no es casualidad. Necesitamos sentirnos parte de algo que no dependa de una conexión Wi-Fi. Unos amigos del trabajo, por ejemplo, empezaron a salir a caminar los domingos. Nada extremo, solo una hora por el parque. Al principio pensé: “qué flojera”. Pero un día me animé y terminé compartiendo anécdotas, recetas y hasta una que otra preocupación laboral… todo sin distracciones. No hubo selfies. Solo pasos, aire fresco y buena conversación.

Me hizo recordar un pasaje de mi autor favorito, Haruki Murakami en su obra De qué hablo cuando hablo de correr, donde escribe: “Correr todos los días me hace estar conmigo mismo, y eso ya es una forma de estar con los demás. Porque cuando uno se encuentra bien en soledad, puede acompañar mejor a los otros.” Qué cierto, ¿no? Estar en comunidad también implica estar presente en cuerpo y mente.

Hace unos días atrás, en una clase de universidad, hice una pregunta a los estudiantes:“Si pudieran elegir, ¿preferirían clases virtuales o presenciales?” Sin dudarlo, respondieron: “Presenciales.” Y lo dijeron con convicción, como si hubieran estado esperando que alguien se los preguntara.

Me sorprendió. Porque solemos pensar que las nuevas generaciones prefieren la comodidad de las pantallas, el multitasking, la rapidez de los chats y los emojis. Pero no. Ellos, como muchos de nosotros, valoran la experiencia del encuentro. Mirar al profesor a los ojos, discutir una idea en grupo sin micrófonos ni pantallas congeladas.

Tal vez lo que extrañamos —aunque no lo digamos siempre— es la calidez del contacto humano. La risa espontánea. El murmullo del aula. Todo eso que las plataformas de videollamadas, por más útiles que sean, no pueden reemplazar.

También pienso en el libro de Joël Dicker, “El caso Alaska Sanders”, donde, en medio del misterio, los personajes se reconectan a través de rutinas simples: tomar café juntos, recorrer los mismos caminos del pueblo, visitar a los vecinos. Como si, en medio del ruido del mundo, lo que nos salva fueran siempre los vínculos cotidianos.

Creo que lo simple también puede ser transformador. Organizar un picnic, sumarte a una clase de yoga en la plaza, improvisar un torneo de Catan o invitar a tus vecinos a un café puede abrir puertas que ninguna red social alcanza.

Así que hoy te invito a hacer algo pequeño, pero poderoso: apaga un rato el celular y busca tu comunidad real. Quizás esté a la vuelta de la esquina, en una librería independiente, en el mercado de tu barrio, o incluso en la panadería de siempre, donde el panadero ya sabe tu pedido de memoria.

Porque a veces, lo más revolucionario que podemos hacer es simplemente volver a encontrarnos. En persona, sin filtros, y con todo el corazón.

Dulcinea
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