Las Luces del Apagón

La noche en que España se quedó sin luz no fue simplemente una falla eléctrica. Fue un símbolo. Un mensaje sin palabras, un corte que interrumpió más que cables: cortó la rutina, la velocidad, el ruido digital. Por unas horas, las ciudades se transformaron en algo primitivo, esencial, profundamente humano. Y en medio del caos y la incertidumbre, algo despertó.

Durante los primeros minutos del apagón, lo que reinó fue la confusión. ¿Qué había pasado? ¿Un colapso del sistema? ¿Un atentado? ¿Un fallo global? ¿Un ataque cibernético? ¿Trump? ¿Los extraterrestres? ¿Los Simpson? La incertidumbre —esa incomodidad que evitamos con notificaciones, mapas y titulares— se hizo dueña de la noche. Sin Wi-Fi, sin cobertura, sin respuestas rápidas, lo único posible era estar presentes. Esperar. Sentir.

Pero en esa falta de información, emergieron certezas que no dependen de algoritmos: la certeza de que no estamos solos, de que una vela compartida es más que una solución práctica, es un gesto de comunidad. “En medio del invierno, aprendí por fin que había en mí un verano invencible”, escribió Albert Camus. En medio del apagón, también nosotros descubrimos una luz que no dependía de la red eléctrica.

No fue una noche calmada. Las calles sin semáforos eran un desorden de bocinas, frenazos y faros cruzados. Ascensores detenidos, trenes varados, alarmas sonando sin sentido, supermercados a oscuras, mucha preocupación. Pero en ese caos, ocurrió algo hermoso: las personas empezaron a mirarse. A preguntarse si necesitaban ayuda. A subir escaleras con linternas prestadas. A llamar —con voz, no con texto— a sus seres queridos para asegurarse de que estaban bien.

Nos preocupamos del otro. El apagón reveló que la empatía no necesita enchufe. Y que la verdadera red que nos sostiene no es la de datos, sino la humana: vecinos que se ayudan, desconocidos que comparten, jóvenes que asisten a ancianos. Fue como si la oscuridad hiciera visible un tejido que siempre estuvo ahí, pero que a veces olvidamos tocar.

El apagón fue un reset. Una interrupción que nos obligó a mirar dentro. ¿Qué queda cuando todo lo exterior se detiene? Queda el silencio, y con él, la posibilidad de escuchar lo que no se oye con ruido de fondo. “Hay una grieta en todo, así es como entra la luz”, escribió Leonard Cohen. Esta grieta temporal fue suficiente para dejarnos ver que la vida no está hecha solo de eficiencia, sino de vínculos.

Nos dimos cuenta de lo frágiles que somos sin tecnología, pero también de lo fuertes que podemos ser cuando nos cuidamos mutuamente. Lo esencial —el afecto, la presencia, la solidaridad— no se fue con la luz. Al contrario, se encendió.

Fue imposible no pensar en otras generaciones. En las de antes, las que vivieron sin electricidad, sin pantallas, con la calle como patio y la conversación como entretenimiento. Esa noche, las grandes ciudades se parecieron a un pueblo. A una infancia. A una historia antigua que, por unas horas, volvió a contarse.

Nos recordamos humanos. Y eso, en un mundo automatizado, no es poca cosa.

Cuando vuelve la luz, ¿qué elegimos iluminar?

Ya todo volvió a la normalidad o al menos eso parece, aunque quedan muchas interrogantes. Pero la pregunta que flota es: ¿realmente queremos regresar al mismo ritmo, al mismo descuido? ¿O podemos llevarnos algo de esa noche? Una nueva forma de mirar, de agradecer, de estar.

Porque al final, no fue solo España quien se apagó,  el mundo también lo vivió. Y también fuimos nosotros quienes, en medio de la incertidumbre, el caos y la oscuridad, volvimos a encender lo que realmente importa.

Dulcinea
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